jueves, 20 de diciembre de 2007

Conversaciones con El Miserable

Bueeeno. Hoy, cual émulos de Larra, nos vamos a dedicar al retrato de tipos y costumbres, y estoy seguro de que van a sentirse cercanos a lo que van a leer a continuación, porque estoy igualmente seguro de que en su vida hay algún ejemplar similar, si no idéntico, al bicho que vamos a describir. Nos referiremos a un tipo de comerciante que, lamentablemente, vive horas bajas, porque los tiempos no son fáciles para el pequeño comerciante de barrio. Una pena, como veremos.

Cerca de la casa de mi madre tiene su establecimiento un comerciante de ultramarinos de los de toda la vida, al que en casa siempre hemos llamado El Miserable. (Sí, es una costumbre de nuestra familia, la de apodar a los comerciantes que no son de nuestro completo agrado con adjetivos que dan a entender precisamente eso. Así, igual podemos comprarle embutidos al Miserable que periódicos al Nefasto, y la lista sigue...) El Miserable tiene su forma particular de hacer las cosas, adquirida tras toda una vida al frente de su negocio, y ha llegado a desarrollar un sistema de venta que compite en complejidad y sutileza, si bien no en belleza y armonía, con la ceremonia del té nipona. La transacción se desarrolla invariablemente a partir de unas pautas muy claras:
1) Repetición exhaustiva de todo aquéllo que el cliente haya solicitado (lo que yo llamo "radiarte el pedido"), eso sí -y ojo, amigos, que esto es importante-, en diminutivo, supongo que para que uno se dé cuenta de lo poco que está adquiriendo del producto en cuestión y, ay, ¿no nos estaremos quedando cortos? Va, venga, póngame un poquito más por si acaso.
2) Explicación de la procedencia geogáfica de todos y cada uno de los artículos que le pidas, salvo del pan, que proviene de alguna tahona indeterminada. (A no ser que lo cueza en la trastienda con una masa hecha del serrín que, en los días de lluvia, esparce por el suelo de su establecimiento. Que no, hombre, tranquilos, que no: el mero sentido común nos lleva a desechar esta posibilidad. No así el sabor del pan, por otra parte.)
3) Una vez el cliente expresa su intención de no comprar más cosas, intento a la desesperada de colocarle algo más, lo que sea. Años y años de experiencia y escuela de la calle hacen que en ocasiones estas tentativas, apoyadas si hace falta en sucias tretas, se vean coronadas por el éxito.
4) Por último, cuando ya está claro que el cliente no desea nada más de verdad, muchas gracias, resumen completo de la jugada y cobro de las cantidades correspondientes, acompañado de expresiones que hagan ver lo muy barato que es.

No se vayan todavía, aún hay más: hasta el momento hemos hablado de pautas, es decir, de cómo se desarrolla la compraventa en un mero devenir cronológico, pero no hemos mencionado que aparte de estas pautas también existen unas reglas de oro que deben observarse en cada momento, a saber:
1) El cliente no siempre tiene la razón, y sin embargo, todo lo que el cliente diga está muy bien dicho.
2) Nunca trates a un cliente de "tú" ni de "usted": al cliente hay que tratarle hablando de él en tercera persona, y siempre bajo los apelativos de "el señor" o "la señora".
3) Si en algo aprecias tu honra pequeñotenderil, jamás deberás dar al cliente las cantidades de comida que ha solicitado, sino, siempre y en cada artículo, un poquito más.
4) A la hora de cobrar, da rienda suelta a tu creatividad dentro de unos límites razonables. Mantén la incertidumbre. Dicho de otro modo: nunca deberás cobrar lo mismo por dos pedidos idénticos.

¿Lo captan? Bien, vamos a ver un ejemplo práctico ahora mismo. He aquí cómo podría desarrolarse una conversación-tipo con El Miserable. ¿Listos? Adelante. Señalamos en cursiva lo más digno de resaltarse de acuerdo al MM (Método Miserable) arriba expuesto, para que se den cuenta de lo fino-fino-filipino de la jugada:

YO: Buenos días.
EL MISERABLE: Buenos días, ¿qué desea el señor?
Y: Cien gramos de chorizo, por favor.
EM: Cien gramitos de chorizo, sí señor, muy bien. ¿De cuál le pongo?
Y: De ése mismo.
EM: De éste, sí señor, muy bien. Es muy bueno este chorizo. Es de Astorga, un pueblito de León.
Y: Aaah.
EM: Aaasí. Cien-gramitos-de-chorizooo... Huy, me he pasado un poco. Ciento veinticinco gramos. ¿Está bien así?
Y: Sí, está bien, no se preocupe. Deme también media barra de pan, por favor.
EM: Muy bien, media barrita de pan. ¿Alguna cosita más?
Y: No, gracias.
EM: ¿Nada más? ¿Alguna bebida quizá? ¿Es tiempo de un postre? (NOTA: No me puedo resistir a comentarlo: ¿se han fijado en la belleza de este ataque? Esto, esto sí que es psicología aplicada, y lo demás futesas, banalidades, tonterías. Yo ya he dejado bien claro que no quiero nada más, y sin embargo él sigue intentando colocarme algo de la forma más hábil posible. Y aquí es donde su cerebro frío y calculador ha sumado dos y dos: ¿cien gramos de chorizo y media barra de pan? Esto huele a bocata de aquí a Lima, y si me voy a comer un bocata, ¿me da a dejar escapar sin encalomarme, o al menos intentarlo, una bebida para bajarlo o un Donut para rematar la merendola?)
Y: No, muchas gracias.
EM: Muy bien. Pues el chorizo... y media barrita de pan... Son sólo dos con cuarenta y seis.

Esta es, amigos, la descripción de una conversación imaginaria con El Miserable. Sin embargo, sólo hemos hablado de sus costumbres generales, y no de sus dotes como charlatán, que sí quedarán reflejadas en la siguiente conversación, en este caso real, que mantuvo mi cuñado en cierta ocasión con El Miserable, y que reproducimos como mejor podemos recordar aunque bastante fielmente. Atentos a la talla literaria del personaje:

EL MISERABLE: Buenas tardes, ¿qué desea el señor?
MI CUÑAO: Una Coca-Cola Light, por favor.
EM: ¡Una Coca-Cola Light! Muy bien. Pues mire: ahora Coca-Cola nos ofrece un nuevo producto: ¡Coca-Cola Light al limón! Y por ser un producto nuevo, gozamos de una promoción: ¡dos por el precio de una! ¿Le apetece probarla?
MC: Ah, pues vale. Me llevo dos de ésas.
EM: ¡Claro que sí! ¡La vida consiste en aprovechar las oportunidades!

Otro día seguiremos hablando sobre los charlatanes...

lunes, 17 de diciembre de 2007

Capítulo 1

Empezar, sí. Pero por dónde. Tú empieza, dijo ella, y verás cómo la historia sale sola. La historia, quizá eso sea mucho pedir. ¿Hay una historia? El lápiz araña el papel, y a partir de ese momento se supone que mágicamente surgirán un planteamiento, un nudo y un desenlace; un principio y un final. Un principio: no es mala forma de comenzar. Empecemos por el principio, pues. Blanco y católico, treinta y pocos años, calvo y con gafas, español con una barriga ya más que incipiente que viene a estropear su por otra parte bastante tremenda delgadez. Esta es la descripción de nuestro personaje, que luego ya veremos si es principal o no. El personaje, digo. Y sí, estamos de acuerdo en que esto no constituye un "principio" propiamente dicho, por cuanto no relata ninguna acción, ni siquiera sitúa a dicho personaje -a quien de momento no llamaremos de ninguna manera- en escenario alguno. No hay cuadro aún, no hay trama, sólo un hombre aún no sabemos si imaginario al que aparte de los pocos rasgos ya mencionados deberemos por lo demás suponer dotado de cualidades o atributos normales: dos brazos aptos para el trabajo, dos piernas aptas para la locomoción, sangre caliente, un número indeterminado de órganos en más o menos correcto estado hasta donde sabemos y un alma, oh alma. ¿Y por qué suponer todo esto?, quizá te preguntes, lector. Pues porque en caso de faltarle alguno de estos rasgos es de suponer -hasta ahora hablamos siempre de suposiciones, nunca de certezas, igualito igualito que en la vida misma- que el autor, quien escribe estas líneas, lo hubiera hecho notar. O no, quién sabe. En efecto, podría resultar que para el personaje en cuestión fuese más definitoria su carencia de cabello que la falta de sus brazos, y por eso simplemente ni se ha mencionado. Pero de momento no lo sabemos. De hecho, nuestro personaje carece aún de tantas cosas que por no tener no tiene ni nombre. Aún.